Samo. Un tributo a Basquiat, de Koffi Kwahulé (La uña rota) Traducción de Coto Adánez | por Óscar Brox
Una vitalidad incontenible. La pienso al escuchar el Comment #1 de Gil Scott-Heron (America is now blood and tears instead of milk and honey) o al ver esa colección de viñetas que es Killer of Sheep, de Charles Burnett. La siento cada vez que Kanye West salta del hip hop al gospel o a la ópera o con la cabeza de Kendrick Lamar envuelta en llamas. Hay un punto en común, una visión de América desde la negritud. Una visión permanentemente enfrentada. Una visión que el arte canibaliza a través del mercado, cuantificando el gesto político hasta convertirlo en algo creativamente descalificado. En un producto de consumo. En una mierda, en pocas palabras.
La vida vagabunda de Jean-Michel Basquiat desprendía, sin embargo, esa misma vitalidad. La de la pintura, más que el grafiti; o la de la expresión creativa, más que cualquier otra etiqueta. La de la compulsión creativa, salpicada sobre los muros de Nueva York o sobre las paredes de sus coquetas galerías. Quizá porque en Basquiat vivía una contradicción entre sus raíces y su identidad, entre una América multiétnica y una patria de odio y racismo. A Koffi Kwahulé le preocupa esto último; cómo se define un artista, a la manera de un autorretrato, y qué es lo que le define ante la sociedad. Basquiat podría haber sido otro producto de la factoría Warhol o el hijo díscolo de una familia burguesa de Brooklyn. Y, sin embargo, hay algo más: ese rasgo de ingenuo salvaje, ese carácter indómito con el que sabotea su vida, saltando entre amistades peligrosas y camas desconocidas, indigentes y adictos, luces de neón y claroscuros. Ese rasgo de hijo enfrentado a su padre, de Jean antes que Basquiat; de genio precoz que se entretiene con el aerosol y los mensajes. De adolescente complicado, que se enfada con esa América que siempre le pregunta por su origen. Por sus raíces. Por su piel. Por la misma mierda.
Kwahulé escribe un texto que puede leerse de muchas maneras: como poesía o como prosa, como texto dramático para una sola voz o como una polifonía de voces que se pisan unas a otras a medida que nos introduce en el frenesí creativo de Basquiat. Es justo decir que el dramaturgo costamarfileño lleva a cabo algo más que una evocación del pintor. Recupera su lenguaje, su cariz crítico, nos muestra cómo se escriben los tags y los grafitis, cómo se hace el Arte urbano y cómo, frente a los oropeles y la fama, Basquiat solo divisa el blanco y negro del Guernica. La disyuntiva. La eterna separación entre clases. La absorción caníbal a manos de un mercado del Arte que necesita sacar lustre a sus outsiders; encontrar a otro Rimbaud, a otro tierno bárbaro con el que alimentar los mitos de una América plural que, en el fondo, habla a una sola voz.
Por eso resulta tan interesante la forma de este tributo que es Samo. De un lado, esa intimidad entre los Basquiat, padre e hijo, recompuesta a través de cartas o pinturas de guerra. Del otro, la sensación de que es la voz de Jean-Michel la que emerge, caracterizando a América bajo los rasgos del padre autoritario para quien el arte no deja de ser otro atributo más de la clase burguesa. Una distracción para conseguir que tanta vitalidad no muerda la mano de quien nos da de comer. O lo que es lo mismo: una manera de comprometer las preocupaciones de Basquiat en torno a identidad y racismo, creación y origen. Vida y obra como asuntos íntimamente ligados en su pintura. Nuestro hogar está lleno de dolor y, después de todo, tampoco es tan mala si decido no regresar. Algo así cantaba Gil Scott-Heron; algo así podría haber pintado Basquiat en algún muro de la ciudad.
La violencia con la que se lee el texto, la intensidad con la que Kwahulé maneja las repeticiones, las voces y su musicalidad, es proporcional al shock estético que conservan las obras de Basquiat. A ese gesto tan primitivo, callejero, que tal vez le sacaría de quicio; primitivo, sí, pero no por ello menos autoconsciente, menos contestatario, menos comprometido a la hora de dinamitar una realidad dibujada a partir de la misma dialéctica: o blanco o negro. De ahí, pues, que la obra serpentee alrededor de temas como los del ídolo caído o el hogar descompuesto para tratar de dar voz a los dibujos del pintor. Para encontrar el color o para tramar una reflexión allí donde solo queda el valor de mercado. Para hablar de esa nueva vitalidad de las viejas imágenes y traer a escena al fantasma de Basquiat, artista vagabundo, en un momento de nuestra Historia en el que la creación ni es creación ni tampoco compleja. Porque Koffi Kwahulé nos invita a aprender a mirar, a ser pacientes, como en ese pasaje tan maravilloso en el que Jean-Michel y su madre contemplan cuadros de Cézanne en algún museo de NY. Y creo que no hay mejor manera de mirar, de observar, de esperar el cambio, que mediante ese acto transformador que comprende el teatro. Cuando las palabras adquieren una renovada vitalidad.